Se trata de la obra de referencia para cualquier aficionado a los duelos. Y es que, aun tratándose de una novela corta, realiza una crítica impecable a una práctica tan antigua como absurda, arraigada al sentimiento tóxico de la honra, al carácter efímero de una ofensa y a la cantidad de necios motivos para inferirla, así como a la lucha de clases. La idea de cómo una enemistad tan profunda, cuyo origen nadie conoce, puede marcar una vida y condicionar a los duelistas, estableciéndose un extraño vínculo entre ellos, como una simbiosis. Pues, pese a lo disparatado de los desafíos que se van sucediendo, D’Hubert acaba descubriéndose a sí mismo en la madurez de sus cuarenta años, valorando el sentido del coraje, y el peligro de la muerte —sustentado en la pérdida del amor—, frente a una existencia acomodaticia, aunque no por ello adecuada, del soldado que se ha batido contra media Europa.
Es necesario abordar también la dualidad entre los personajes principales, dado que su rivalidad actúa como un pretexto para mostrar el odio irracional y enquistado entre dos hombres opuestos en todo —carácter, fisonomía, clase social y origen geográfico—, que no dejan de desafiarse a duelos de honor en cuanto tienen oportunidad. La templanza de D’Hubert, “el estratega”, devoto a la institución militar y de alta alcurnia, contrasta con la exaltación de Feraud, impulsivo, eternamente resentido, de clase humilde y férreo defensor de la causa bonapartista. El enconado rechazo, especialmente del segundo hacia el primero, roza la obsesión y se prolonga hasta el absurdo, luchando en el mismo bando. Su historia personal, sin ellos pretenderlo, termina insertada en la Historia de Europa, cuando Napoleón es finalmente desterrado a Santa Elena, dejando a sus partidarios como reliquias del pasado y despojos humanos, debido al cambio sociopolítico y de los valores imperantes.
También es notable la descripción del duelo final, donde Conrad midió el pulso narrativo para mantener en tensión al lector en todo momento, sin saber cómo terminaría la contienda. Normalmente, muchos autores pecan de dar demasiadas pistas sin ser conscientes, guiando al lector por un camino que le permite discernir cómo finalizará el asunto y, por ende, cortando la suspensión de incredulidad. Por el contrario, dándose varios resultados a los múltiples desafíos entre ambos a lo largo de los años, en el último momento no sabes quién saldrá vivo de ese bosque. También es cierto que la marca enunciativa de la puntería de Feraud, puesta de manifiesto contra los cosacos en la campaña de Rusia, añade un aliciente de emoción para no poder intuir quién será el vencedor. Y el miedo, cómo afecta el manejo del miedo a la ejecución de las estrategias de cada contendiente, sería el otro elemento determinante para hacer dudar al lector cuando cree que todo ha terminado.
«Ningún hombre triunfa en todo lo que emprende. En este sentido somos todos unos fracasados. Lo importante es no desfallecer en el intento de organizar y mantener el esfuerzo de nuestra vida. Y en esto, lo que nos empuja adelante es la vanidad. Nos precipita a situaciones en las cuales resultamos perjudicados, y sólo el orgullo es nuestra salvaguardia, tanto por la reserva que impone sobre la elección de nuestra conducta, como por la virtud de su poder de resistencia».
En definitiva, una gran novela incluso a día de hoy, cuando tales conceptos nos resultan distantes y anacrónicos, y que sin embargo daban sentido a tantas cosas hace siglos. Una lectura obligatoria para todo autor que pretenda incluir en su obra un duelo, y de la que novelistas como Arturo Pérez-Reverte se han servido para describir algunas de las escenas más icónicas de sus obras, como El húsar o El maestro de esgrima.
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Joseph Conrad, El duelo. Madrid, Alianza Editorial, 2008, 152 páginas.
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Álvaro Pombo. Santander, 1936. Editorial Anagrama, 2023, 328 pp.
]]>“En esta época dinámica y moderna, el Gabinete del doctor Curtius es de visita obligada en el Palais-Royal y a lo largo del bulevar. Incluso hay quien dice que no hay nada que lo supere en toda la capital. El Gabinete de Curtius es un espectáculo excelente para los hombres de cualquier profesión, para los niños, las mujeres, los ancianos, los curiosos, los desinformados, los valerosos, los aburridos, los que están hartos de la vida, los que están faltos de estímulos, los finolis, los harapientos, los débiles, los poderosos, los amos y sus sirvientes, los atrevidos y los correctos, los de aquí, para que entiendan cómo funciona su capital en estos tiempos de cambios, y para que los extranjeros comprendan una ciudad que no conocen”.
Louis-Sébastien Mercier, Los celebrados salones de cera.
De vez en cuando leemos novelas que crean un universo propio. Por la historia que cuenta, por el estilo del escritor, por el carácter de los personajes, por los escenarios en los que se desarrolla… Esta novela, cuyo modesto nombre no hace honor a lo que contienen sus páginas, podría perfectamente ser una de ellas.
La extraordinaria vida e históricas aventuras de una criada llamada LITTLE, que incluye viajes a través de tres países, niños perdidos, padres perdidos, fantasmas de monos, maniquíes de sastre, muñecas de madera, un pueblo artificial, un rey, dos princesas, siete doctores, el hombre que caminaba por todo París, el hombre que era un muñeco de escaparate, su madre emprendedora, el hombre que coleccionaba asesinatos, célebres filósofos, héroes y monstruos, toda la gente importante, varias casas, cada una más grande que la anterior, progresos, retiradas, una gran familia, escenas de trascendencia histórica, gente famosa, gente corriente, amor, odio, masacres de inocentes, contemplación de asesinatos, cuerpos destrozados, sangre en las calles, miseria, prisión, pérdida de todo, matrimonio, recuerdos capturados y recogidos, exposición de desgracias cotidianas, la propia historia. Escrita por ella misma, o simplemente Little, que es el más escueto título que su autor, Edward Carey, le ha puesto a la novela, es la historia, ficticia o no —la cuestión se vuelve irrelevante en cuanto uno empieza a leer—, de una niña llamada Anne Marie Grosholtz, nacida en Berna pero cuya vida se desarrolló en el Paris prerrevolucionario de la segunda mitad del siglo XVIII. El París mugriento y miserable de las calles y las plazas, pero también el elitista y refinado de los palacios versallescos y los jardines reales; depende de a qué lado de la verja la situara su azarosa vida. Little es una especie de cuento: la historia es como un cuento y la narración se lee como un cuento. No comienza con un “Érase una vez”, pero por ahí le anda. ¿Y qué hay de llamativo en este personaje diminuto y nada agraciado, para que Edward Carey quiera contar, nunca mejor dicho, su vida? Pues para descubrir qué tiene de especial quizá baste decir que, con el correr de los años, Anne Marie Grosholtz se hizo mucho más conocida por el nombre de Madame Tussaud.
Anne Marie, o Marie, o Little, es una niña huérfana, canija y fea (no necesariamente en ese orden), cuyo cuerpo, mente y ropas van a parar a la casa del médico Curtius, Philippe Curtius. Curtius se dedica, para estudiarlas pues forma parte de su trabajo, a elaborar moldes de cera de las interioridades del cuerpo humano (lenguas, hígados, corazones, alguna que otra cabeza), y la pequeña Little, valga la redundancia, pese a su tierna edad se convierte en su ayudante. Una ayudante excelente, por cierto. Este es el inicio y despegue de una historia trágica y cómica a la vez, mágica y verídica, cruel y tierna, dulce y esperpéntica, en la que la pequeña Marie se codea con lo mejor (es un decir) y lo peor (también lo es) de la vida parisina de los años 60, 70, 80 y 90 del siglo XVIII. Sí, en efecto: el siglo de Luis XVI y María Antonieta, el siglo de la Ilustración, de Voltaire y de Rousseau, el siglo de la Revolución Francesa y la guillotina (la louisette). El siglo de las luces y de las sombras. Y también el siglo de Louis-Sébastien Mercier. Sí, el mismo Mercier que apareció reseñas atrás como autor de una ucronía (¿la primera de la historia?) titulada El año 2440. Un sueño como no ha habido otro, y que en esta novela es un personaje más que destacado. Ya es casualidad. O causalidad.
Y es que uno (el reseñador, en concreto) se pierde en ese juego, tal vez involuntario por parte del autor, entre lo ficticio y lo real. Cuando a las primeras de cambio aparece un personaje llamado Ernst, y en un par de líneas se lo relaciona con otro llamado Curtius (el médico Curtius antes citado), no puede uno evitar la unión de nombre y apellido y pensar en Ernst Curtius, eminente historiador alemán que vivió una centena de años después. ¿Es acaso un guiño del autor, o es de nuevo casualidad? O cuando aparece el cadáver, o muñeco de trapo, o lo que sea, de Henri Picot, y uno descubre que existió alguien llamado así más o menos por aquella época, también arquea las cejas. Y lo mismo con Jacques Beauvisage, y con André Valentin, y con otros. En fin, que uno no sabe por dónde le vienen los tiros, ni si le vienen. La novela, por otro lado, está impregnada del misterio que provocan los museos de cera. ¿Por qué estos lugares están tradicionalmente relacionados con el terror, o al menos con un sentimiento de cierto desasosiego? En Little hallaremos algunas respuestas. Y, pese a que la historia está repleta de situaciones inquietantes, estas son descritas con la sencillez bucólica de la protagonista, la niña Little que va creciendo y creciendo y que relata en primera persona, con su punto de vista y sus ojos de niña, desde una decapitación a toda una Revolución Francesa.
Por situar un poco el tipo de novela de que estamos hablando, veamos qué tal una comparación con una película: Little recuerda mucho, a mí al menos, a Eduardo Manostijeras de Tim Burton. No por la historia, claro, sino por el modo en que esta se nos cuenta. Un mundo real, pero con la bruma de lo imaginario cubriéndolo todo. Tiene toques de absurdo, de trágico, de terrorífico incluso. Pongamos un par de premisas y que quien lea esta reseña deduzca la conclusión del silogismo. Premisa uno: Curtius se dedica a hacer figuras de cera, sobre todo cabezas humanas; premisa dos: estamos en los años de la Revolución Francesa y de la guillotina. ¿Hace falta dar más pistas? El horror tiene, pues, su espacio en la novela, pero también la ternura, el amor, la amistad. No desvelaré el final, claro, pero he de confesar que es de aquellos que remueven y conmueven, al menos un poquito. Los personajes son realmente dignos de ser destacados. Little se muestra, por su comportamiento más que porque el narrador la describa, como una persona bondadosa, paciente, sufrida, y también habilidosa. A su alrededor, un hombre y una mujer merecerían entrar en una antología de personajes de cuento: Curtius y la viuda Picot. Curtius es ingenuo, simple, manipulable, mientras que la viuda se erige como uno de los personajes más detestables que se pueda encontrar en unas páginas. Little soporta lo indecible con esta mujer, hasta el punto que uno tiene que convencerse de que esas cosas solo pueden pasar en un cuento. Aunque sepamos que en realidad eso no siempre es cierto.
El libro está atiborrado de dibujos, unos grandes, otros diminutos, realizados por el propio autor, con trazo sencillo y en blanco y negro. Quizá para hacer la historia más llevadera (no hacía falta), o para mejor comprensión de lo que en ella se cuenta (tampoco era necesario), o porque una de las vocaciones de Edward Carey es precisamente la ilustración (la otra es escribir). O quizá para remarcar que la historia de la vida de Anne Marie Grosholtz es una vida repleta de imágenes, modeladas en cera por ella misma. La mano que ha escrito Little (es decir, la de Edward Carey) es la misma que también ha escrito (y dibujado) otras novelas ciertamente curiosas y sorprendentes, como la trilogía Iremonger, cuyo primer volumen, Los secretos de Heap House, ya ha sido traducido al castellano y al catalán y publicado por Blackie Books. La edición de Little, como es costumbre en esta editorial, es una pequeña joya. El libro de Carey es de esos que gusta hojear, tener, leer, regalar y releer. De esos que destacan tanto en las manos mientras se lee, como en su rinconcito de la estantería.
Novela envolvente que engatusa al lector, lo hechiza y lo introduce en un universo particular, tierno y cruel a un tiempo. Novela interesante en muchos sentidos. Novela con encanto que no apetece dejar pasar.
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Edward Carey, Little (traducción de Lucía Barahona). Barcelona, Blackie Books, 2021, 530 páginas.
]]>Méritos no le faltan; el legado de una amplísima obra y su calidad es suficiente para que la almeriense disfrute junto a Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Maeztu o Salavarría semejante clasificación. Sin embargo, resulta más apropiado hablar de su figura como representante de una plausible “Generación de Pioneras”; ese grupo de mujeres, tan audaces como dotadas para el arte que siguiendo el ejemplo de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Ángela Grassi, encarnaron, en el ámbito periodístico-literario, Emilia Serrano, Rosario Acuña, Blanca de los Ríos, Sofía Casanova, Concha Espina, María Lejárraga y Carmen Karr; o Helena Cortesina, Tórtola Valencia, Aurea de Sarrà y Josefina Cirera, dentro del universo musical; por no hablar de la insigne política Clara Campoamor.
Durante décadas la figura de Carmen de Burgos permaneció relegada al olvido por un rencor político que, como mucho, le permitió pasar por una nota a pie de página, un apéndice, mera referencia maldiciente en la vida del escritor Ramón Gómez de la Serna. Sin embargo, su personalidad y legado literario hablan de una luminosa artista de la palabra. Inteligente, perseverante, curiosa, librepensadora, la obra que hoy disfrutamos nos la muestra heterogénea y polifacética. Sus manuales y artículos sobre cocina, belleza, elegancia o urbanidad, hablan de una faceta mundana, no frívola, que no contradice para nada la importante aportación que supone para el acervo literario hispano su prolífica producción narrativa. Una vida, la suya, que repasa acertadamente Arturo Aizpiri en el preámbulo de esta nueva edición que tiene el viaje como protagonista.
Iniciada la experiencia viajera de Carmen de Burgos con la salida obligada de su tierra almeriense, que más tenía de huida que de exploración —primero Granada, luego Madrid, más tarde Guadalajara, Toledo y de nuevo la capital, asentada como profesora de la Escuela Normal de Magisterio y asidua colaboradora en cuantas publicaciones de prensa aceptaban sus artículos—, no tardará en convertir el viaje en una constante muy presente en su biografía.
En 1905, gracias a la ayuda económica de la Junta de Ampliación de Estudios —que ese mismo año benefició a Antonio Machado y José Ortega y Gasset con estancias en París y Alemania respectivamente—, Carmen de Burgos recorrerá durante varios meses Francia e Italia. Resultado de aquella vivencia la editorial de su amigo Blasco Ibáñez publica Viajes por Europa. Francia, Italia, Mónaco (Editorial Sempere,1906).
Apenas cuatro años después realizará otro viaje, no tan placentero ni académico como el anterior. En 1909, El Heraldo de Madrid le permite acercarse allí donde se está produciendo la noticia, constituyéndose en la primera aportación femenina al reporterismo de guerra. Málaga y Melilla serán los destinos, a raíz del incidente del Barranco del Lobo que tan infaustas consecuencias sociales y políticas va a tener sobre España. Unas vivencias que transcribió en las crónicas para el citado diario y en un relato publicado en la popular colección de El Cuento Semanal (nº 148) bajo el título En la guerra. Apenas han transcurrido otros tres años cuando la inquieta escritora se embarca en un nuevo proyecto viajero, esta vez de carácter cultural, con objeto de conocer Bélgica y los Países Bajos. Una experiencia que dejará para la posteridad, como los anteriores, en forma de libro bajo el título Cartas sin destinatario. El mismo que hoy recobra Evohé.
Cartas sin destinatario, es un valioso texto que desgrana en sus líneas un atractivo recorrido por Bélgica y los Países Bajos; desde Ostende a las Islas de Zuiderzee. Una aventura que preludia el turismo del futuro, pero sin la premura y el vacío que tan a menudo ejercitamos en nuestros días. El libro de Carmen de Burgos es un documento en toda regla que nos habla de la vida urbana y cotidiana de los belgas, flamencos, valones y holandeses aplicando en cada línea las categorías culturales vigentes en la sociedad del momento. Así se lee raza flamenca o valona con un determinismo que corremos el riesgo de condenar por incorrecto, retrógrado o prejuicioso, sin caer en la cuenta de que esas impresiones descubren una mentalidad y un marco ideológico concreto.
La autora que se nos muestra en Cartas sin destinatario es distinta de la viajera que descubre París seis años atrás. En esta ocasión, como en las dos aventuras anteriores por Europa y Norte de África, va a estar acompañada de su hija —inseparables ambas desde que en 1901 Carmen diese por roto su fracasado matrimonio con el periodista Arturo Álvarez Bustos— pero no de su hermana Catalina de Burgos, una de esas figuras silentes e invisibles que colaboran en el triunfo de quiénes tienen nombre y celebridad. En este viaje, la propia Carmen nos descubre a su acompañante: la pintora Rafaela Sánchez Aroca (1869-1939). Un verdadero hallazgo para el lector de hoy en día, que, sin duda, influyó en la mirada de Carmen no solo para describir de forma pormenorizada y erudita las diferentes obras de arte que atesoran los museos, catedrales y edificios públicos que visitan, sino también a la hora de describir paisajes, especialmente los daneses, y escenas cotidianas. Así, el relato que Cartas sin destinatario transmite, ya sea cuando habla el entramado urbano de Malinas y la artesanía de sus encajes, como la gruta de Han o los infinitos campos de flores holandeses, un marcado carácter pictórico que crea en el lector la agradable sensación de estar inmerso en una galería de arte.
Sin embargo, los veintidós capítulos de que consta un texto en el que pesa más la crónica periodística que el género epistolar que vaticina su título, no recogen solamente lo que podríamos imaginar un itinerario turístico; hay mucho más. Sus páginas nos hablan de la situación obrera en Bélgica (¡qué magnífico capítulo el titulado «El Vaticano del Norte»!), del sistema educativo belga («La Floresta de los sueños»), de las mujeres que en Gante optan libremente por una religiosidad singular («En el Beguinage»), de los judíos holandeses, legendarios comerciantes del diamante («La Venecia del Norte»), o de los agricultores de Harlem («La tierra de las flores»). Entreverado todo ello con el recuerdo de personajes históricos que Carmen de Burgos rememora con admiración y un profundo respecto: Luis XV, Carlota de Méjico o Napoleón.
En su conjunto, como digo, es un libro de gran valor literario. Un documento. Ameno y a la par que académico, su lectura resulta más que recomendable para los viajeros de hoy en día. Todos deberían leerlos; ya sean inquietos caminantes de los caminos de tierra o sedentes arqueólogos de la Memoria Histórica.
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Carmen de Burgos, Cartas sin destinatario. Bélgica-Holanda-Luxemburgo (Impresiones de viaje). Madrid, Ediciones Evohé, 2022, 280 páginas.
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Abdulrazak Gurnah, El desertor, traducida por Rita da Costa. Salamandra Ediciones, 2023, 333 páginas
]]>“¿Sabes, Sonder?, yo nunca he odiado especialmente a los judíos. Había que hacer algo con ellos, obviamente. Pero yo me habría contentado con la solución de Madagascar. O con castrarlos a todos. Como a los Bastardos de Renania, nicht? Los ilegítimos de Araber franceses und Neger, nicht? No matarlos. Solo un tijeretazo. Pero vosotros…, vosotros ya estáis castrados, ¿no? Ya habéis perdido lo que os hacía hombres”.
La Zona de Interés se ubica en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, y gira en torno a algunas de las personas que pululan en un campo de exterminio de judíos. Es por tanto una novela de nazis, pero en ella los nazis no son el enemigo. No son los “malos”, porque la novela no va de buenos y malos. De hecho, la novela es una historia de amor y desamor.
Aclaremos conceptos: es evidente que al leer La Zona de Interés somos testigos de lo que a través de tantas otras novelas, ensayos, documentales televisivos o películas, ya conocemos: la crudeza del exterminio de los judíos, el horror del holocausto, la maldad en su estado más puro y descarnado. Pero en su novela Martin Amis no ha tomado este elemento como tema central sino como escenario, como trasfondo de la historia, como cruel decorado en el que viven y conviven unos seres cuyo destino les ha llevado a ser víctimas unos, verdugos los otros y mudos observadores los demás. La trama se sitúa en torno a un campo de exterminio nazi, en la Zona de Interés, nombre que recibe el lugar donde viven y residen las familias de los oficiales alemanes que trabajan en el campo. Y estos, los oficiales, no son seres despiadados y sedientos de sangre; más bien son individuos normales con preocupaciones personales y familiares que podrían darse en cualquier otro contexto. Angelus Thomsen, joven oficial recién llegado al campo de exterminio, se enamora de la mujer del Kommandant, Hannah Doll (o más bien busca un “affaire”). El matrimonio entre ella y Paul Doll es infeliz; ella maltrata a su marido física y psicológicamente, y juguetea con los cortejos de Thomsen, quien, mujeriego, no es en absoluto hombre de una sola mujer. Relaciones matrimoniales tensas, amoríos improcedentes, infidelidades reales o imaginadas, egos contrapuestos; casi parece el argumento de una novela de Iris Murdoch.
El matiz, bastante importante, radica en que esta situación está teniendo lugar mientras en el lugar de trabajo de Doll y Thomsen son exterminados miles de judíos a diario. Las charlas de sobremesa, los diálogos mientras se toma una copa y se pasea por el campo, las tertulias en el teatro, son de una atrocidad escalofriante. Y como se puede adivinar, la cuestión no es cuánta atrocidad son capaces de producir los empleados del campo, los nazis, sino con qué pasmosa e insensible tranquilidad hablan de ella y la llevan a cabo. Son seres absolutamente cauterizados ante el horror que ellos mismos provocan, insensibilizados al dolor padecido por aquellos que constituyen la materia prima de su trabajo, es decir: los judíos. Hombres completamente deshumanizados, cuya deshumanización es compartida por sus amigos y familiares, como Hannah, quien permanece siempre al margen y en ningún momento muestra atisbos de sensibilidad hacia lo que sucede en el campo de exterminio.
La novela transcurre con tres voces: una es la de Paul Doll, Kommandant del campo, individuo desequilibrado y grotesco; otra es la de Angelus “Golo” Thomsen, personaje más racional y sensato, más “normal”. Ambos permanecen ciegos al dolor que les rodea y que ellos causan, en lo que respecta al campo de exterminio; sí en cambio son sensibles a las pasiones amorosas, a las emociones que les recorren y que nada tienen que ver con lo que sucede entre los muros del campo. La tercera voz corresponde a Szmul, un judío que sobrevive en el campo como Sonderkommander, es decir, colaborando con los nazis en el exterminio de su propia raza y salvando así su vida. Es idea suya, por ejemplo, solucionar el problema del recuento de los cadáveres de los que solo quedan esqueletos: los cráneos a menudo están destrozados (como consecuencia de los disparos en la nuca) y es difícil saber su número, así que propone contar los fémures y dividir la cifra entre dos. A eso se le llama eficiencia proactiva. Sin embargo, su vida carece de futuro y él lo sabe; lleva una existencia oscura y discreta, consciente de que en cualquier momento pueden prescindir de sus servicios y acabar como cualquier otro judío.
Quienes conozcan el concepto de la banalidad del mal, que tan bien supo describir la filósofa judía Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén y en otras obras, lo reconocerán en esta novela de Amis. Los nazis no fueron seres especialmente despiertos, especialmente listos o especialmente malvados; no fueron especialmente nada. Si acaso, especialmente eficientes. Se trata de individuos, como lo fue el propio Adolf Eichmann, a quienes les tocó llevar a cabo el trabajo de exterminar una raza, y no solo no se rebelaron ante la atrocidad que se les pedía sino que la realizaron con eficiencia funcionarial, con la máxima competencia. Anularon su humanidad, ellos mismos o bien la anulación les vino desde fuera de manera inconsciente, y convirtieron el mal que se les ordenaba ejecutar en algo banal y sin importancia, algo rutinario y carente de dimensión moral. Y su deshumanización consistió en deshumanizar a su vez al pueblo judío, lo vieron no como a seres humanos sino como algo, una cosa, un ente, que debía desaparecer de la faz de la tierra porque así se les había ordenado.
Esto es lo que se lee entre líneas, y no tan entre líneas, en la novela de Amis. Esto es lo que la convierte en una lectura dura y difícil, a menos que el lector trate de guardar la distancia y no implicarse en lo que lee. Después de todo, se trata de una novela, papel escrito nada más, y quien más y quien menos ya estamos (por desgracia) cauterizados ante ciertas cosas. La dificultad de la lectura, sin embargo, también radica en el propio estilo del autor, que no es nada cómodo: descripciones y diálogos cortantes, secos y algo extraños. Desconozco si sus otras novelas son similares a esta en este sentido.
La Zona de Interés se publicó hace ya unos años, en 2014, y la primera edición en la editorial Anagrama fue el año siguiente. Ahora, nueve años después, aparece la segunda edición, aprovechando, nunca mejor dicho, “la zona de interés” que ha abierto la reciente película dirigida por el inglés Jonathan Glazer, basada en esta novela y con ese mismo título. Al margen de la película, la novela es muy recomendable, la penúltima que escribió Martin Amis, que murió en agosto de 2023.
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Martin Amis, La Zona de Interés. Traducción de Jesús Zulaika. Barcelona, Anagrama, 2024, 305 páginas.
]]>Platón de Atenas: una vida en la filosofía, que acaba de publicar la Editorial Rosamerón –sello nuevo enfocado a la filosofía, particularmente, y apuesta personal de Francisco Martínez Soria, toda una utopía editorial que aplaudimos fervientemente–, es su último libro y el primero que llega al castellano en más de una década. Una biografía, la primera que podríamos considerar moderna –la más «reciente» sería la de Wilhelm Tennemann, Life of Plato, traducido al inglés por B. B. Edwards en 1839–, pues aunque son muchísimas las obras sobre Platón, prácticamente todas ellas tienen el objetivo de analizar la filosofía de Platón: clásicos como el estudio de G. M. A. Grube, El pensamiento de Platón (2010 [ed. orig., 1935]) u obras recientes como el de Mario Vegetti, Platón (2012 [2003]), ambos publicados en castellano por Gredos; o libritos como Platón de R. M. Hare (1991 [1982]) e Introducción a Platón de David J. Melling (1991 [1987]), en la (clásica) colección de bolsillo de Alianza Editorial, y que leí a lo largo de la licenciatura de Historia.
Pues entonces, antes incluso –en COU, entusiasmado por la parte de la asignatura obligatoria de Filosofía, ya leí algunos de los diálogos platónicos, República incluida–, mi interés en Platón, vinculado a asignaturas de mundo clásico, me incitó a «profundizar» en la obra del filósofo ateniense, estimulado por la entonces reciente publicación de la edición de José Manuel Ramos Bolaños de las Leyes en Akal (1988), segunda (y algo problemática) traducción española de este último gran diálogo del filósofo ático, tras la de José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiana (C.S.I.C., 19883-1984; reed. en formato bolsillo por Alianza Editorial en 2002, reimpresión en su remozada colección de bolsillo en 2014) y que antecedió a la, esta sí excelente, de Francisco Lisi Bereterbide en dos tomos en Gredos (2006), que muchos pudimos adquirir cuando salió en formato de coleccionable de quiosco un poco después. Recuerdo el «maratón» de lectura (relectura en algunos casos) de la mayor parte de los diálogos en la edición de Gredos en torno a 2001-2002 (los tomos I a V; al VI, con Filebo, Timeo y Critias no llegué o al menos no lo recuerdo).
Pero centrémonos. Esta biografía parte de la incertidumbre de las escasísimas fuentes coetáneas que tenemos de Platón y que estas puedan ser la base de una biografía del filósofo ateniense: Waterfield anticipa en la introducción y detalla en un apéndice sobre fuentes –que en el original inglés es el primer capítulo del libro, por cierto– que solo podemos confiar en tres de las cartas (Tercera, sobre todo Séptima y Octava) para poder «documentar» parte de la vida, y de manera muy parcial (algunos episodios de la etapa «siracusana» del filósofo), siendo el resto falsificaciones; destaca que los diálogos apenas dan algunas, y poquísimas, referencias a sucesos muy concretos –por ejemplo, los años inmediatamente posteriores a la condena y muerte de Sócrates en 399 a.C., algún acontecimiento contemporáneo (la Paz de Antálcidas de 386, mencionada en el Menéxeno), alguna referencia en comedias tardías de Aristófanes, la certeza de que las Leyes fueron escritas en los últimos años de vida de Platón–, y apenas nada más.
Ya las diversas «biografías» antiguas que se escribieron sobre Platón –seis, en un arco que va del siglo I al VI de nuestra era– hablan más de la imagen que se fue forjando del propio Platón con el paso del tiempo que de la vida real de un filósofo que fue famoso (e incómodo para la democracia ateniense restaurada tras 403 a.C.) y sobre el que mucho se escribió, pero básicamente a partir de la leyenda o la crítica (a menudo descarnada). Y es que de Platón sabemos poco, muy poco, como persona: es más, como menciona Waterfield en el primer capítulo, incluso sobre su nombre se siguen perpetuando leyendas y errores, como que su nombre real era Aristocles –el nombre de su abuelo u que quizá hubiera recibido de ser el primogénito de su padre…y no el cuarto hijo– y que Platón era un mote, cuando más bien se trataba de un nombre más común de lo que se cree en la época. Tenemos dudas sobre en qué fecha concreta real nació, y al margen de aquella que a posteriori se estipuló: por ejemplo, el 428/427 a.C., que coincide con los 81 años que se supone que vivió Platón hasta su muerte en 347, y que suele ser el total de multiplicar 9 años por cada una de las musas. Sospechoso, considera el autor. Además, el personaje no desarrolló una «carrera» política a la que podía acceder por la riqueza de su familia, se sabe poco de él en concreto más allá de hechos muy determinados (su ausencia de Atenas tras la muerte de Sócrates, la fundación de la Academia, los dos o tres viajes a Sicilia) y hay largos períodos de su vidas en el que lo «suponemos» escribiendo sus diálogos, pero poco en detalle.
¿Quiere esto decir que es imposible escribir una biografía de quien es quizá el «inventor de la filosofía», como así lo considera el autor, al menos si consideramos la filosofía como una disciplina sistematizada que atañe a prácticamente todo lo que tiene que ver con el ser humano? No, y buena muestra es este libro, que en apenas 300 páginas de texto (apéndices al margen) «reconstruye» la vida del personaje, inserta en la filosofía como incide el subtítulo, y que nos permite situarlo no solo en la evolución política de la polis en la que nació, y con cuyo régimen democrático convivió desde la, como mínimo discrepancia, sino también en el ambiente filosófico del período: de los sofistas a las influencias pitagóricas y otras escuelas, y, cómo no, la fundación de la Academia, auténtica «universidad» ateniense, a la que muchos «políticos» griegos acudieron para formarse, que reunió a «estudiantes» de diversas disciplinas filosóficas y «científicas», y que compitió con otras escuelas como la, por ejemplo, Isócrates.
Waterfield sitúa de entrada (primer capítulo) a Platón en Atenas, de donde apenas se moverá en la mayor parte de su vida –quitando, como decíamos, algunos viajes en los años posteriores a la muerte de Sócrates (la Magna Grecia, por ejemplo) y los periplos, entre dos y tres, a Sicilia en períodos discontinuos de las décadas de 360 y 350 a.C.–, y es quizá la mejor manera de presentar al personaje: insertarlo en la ciudad en la que, a diferencias de otros socráticos también críticos de la demokratía como Jenofonte, decidió vivir, donde tenía sus raíces (y bienes) y en que, a pesar de su relación incómodo con el régimen imperante, se sentía como en casa, por decirlo de alguna manera. Y es algo que conviene tener siempre en cuenta: por muy crítico que fuera con la democracia, Platón se consideraba ateniense y muy vinculado a la capital del Ática. También discute Waterfield algunas fechas tradicionales, como decíamos antes, caso de su nacimiento (que retrasa a 424/423) o de la fundación de la Academia (en torno a 383), y sigue la hoja de ruta de la escritura y publicación de los diálogos, para los cuales establece diversas etapas en función de su contenido y estilo. De este modo, y tratando algunos de los aspectos esenciales de la filosofía platónica –la teoría de las Formas, la inmortalidad del alma, la dicotomía entre conocimiento y creencia y, sobre todo, la Política con mayúsculas–, el autor británico nos sitúa no sólo en la conformación de ese «canon» doctrinal, de una manera muy asequible para lectores con ciertos conocimientos, sino también sus influencias externas (el pitagorismo de la Magna Grecia, la influencia matemática) que también permearon parte de su pensamiento.
Hay que tener en cuenta, como incide el autor, el componente «dramático» de los diálogos platónicos, su inherente «ficcionalidad» en cuanto a los diversos personajes (Sócrates, sobre todo) y el modo en que se muestran. Percibimos una clara evolución, de la serie de diálogos iniciales y relacionados con el «primer» Sócrates, en torno a las enseñanzas y discusiones en la época previa y durante su juicio en 399 a.C.; un «Sócrates» imaginado en muchos aspectos, que refuta y reelabora conceptos, y que dará paso un «segundo», en los diálogos intermedios para, paulatinamente, o bien ser un personaje cada vez más secundario o ya no aparecer en los últimos diálogos. Una evolución del rol del «personaje» que acompaña también a la del propio Platón, que modulará su teoría política con el devenir de las décadas, y el desencanto progresivo, al tiempo que la Academia crece y se erige en una escuela de discusión y de perfeccionamiento filosófico y científico. Conviene, pues, dejar de lado ideas preconcebidas sobre Platón y su filosofía, y comprender que este, velis nolis, también fue cambiando en su manera de pensar a medida que investigaba, discutía, contrastaba… y vivía.
Resultan especialmente interesantes –apasionantes, diría– los capítulos centrales del libro, dedicados a la etapa de «escritura» e investigación en las décadas de 390 y 380, la Academia y los diálogos intermedios, o más «maduros» (capítulos 4-6), en los que nos dejamos llevar por la sapiencia de Waterfield y nos empapamos de su amplísimo conocimiento de la filosofía platónica (fruto de sus muchas traducciones de los diálogos), y además de una manera amena, accesible incluso. Añadamos el capítulo 7 sobre las andanzas de Platón en Sicilia, donde intentó poner en práctica gran parte de su teoría política, de manera bastante ingenua se podría decir, en apoyo de su amigo Dión y «camelado» por un Dionisio II, tirano siracusano, para quien resultó más cómodo ponerse la chapa de la filosofía en su manto que aprehender a fondo su significado o aplicarla a política (más o menos) diaria. Para entonces, la madurez de Platón en torno a la noción del gobernante sabio ya anticipaba su última etapa, la de las Leyes, con el gobernante que ya no sería el filósofo de la República o el político del diálogo homónimo –y no escrito el tercer volumen de la particular trilogía formada por el Sofista, el Político y el Filósofo–, sino aquel más «realista» (dentro de lo que cabe, claro).
El resultado es una magnífica biografía/estudio de la obra de Platón, que hará especialmente las delicias de quienes hayan/hayamos (re)leído muchos de sus diálogos, que se abre al interés del lector no especializado en la filosofía del pensador ateniense, y que muestra a Platón, su vida, plenamente en el contexto (y los espacios) de los años en que vivió. De este modo, se consigue tener una imagen matizada en algunos aspectos y sobre todo mucho más interesante de la «vida» y el pensamiento de quizá la figura más relevante e influyente de la filosofía –«la característica general más prudente de la tradición filosófica europea es que consiste en una serie de notas a pie de página de Platón», Alfred North Whitehead dixit en 1929– …al menos hasta Descartes y Kant.
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Robin Waterfield, Platón de Atenas: una vida en la filosofía; traducción de Vicente Campos González. Barcelona, Editorial Rosamerón (Utopías Literarias), 2024, 384 páginas.
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Imagen de Robin Waterfield, extraída de su página web.
Busto de Platón, copia romana de un original del último cuarto del siglo IV a.C. Fuente: Wikimedia Commons.
]]>“Para nuestras cuatro amigas, lo que más importaba era hacer renacer la filosofía, volver a colocarla en el contexto de la complicada y turbia realidad cotidiana en la que se desarrolla la vida humana en sociedad. Querían volver a la profunda conexión que los filósofos de la Antigüedad habían visto entre la vida humana, la bondad y la forma, reconocer otra vez que somos criaturas vivientes, animales cuya naturaleza modela nuestra manera de seguir adelante”.
Si ya es extraño, por lo infrecuente, encontrar en las librerías un libro de divulgación filosófica, más lo es encontrarse dos, y publicados en un corto período de tiempo. Pero es que ambos están dedicados al mismo asunto, cuentan la misma historia y lo hacen, como es lógico, con los mismos personajes. Y no se trata de un tema de candente actualidad, sino de algo que sucedió en Oxford a mediados del siglo pasado. Vamos a ello.
Benjamin J. B. Lipscomb es profesor de filosofía en Nueva York, y a mediados de los 2000 cayeron en sus manos las memorias de Mary Midgley. Lo que leyó le entusiasmó tanto que al poco se le ocurrió escribir sobre ella y sus tres amigas de Oxford; pero no fue hasta 10 años después que se tomó en serio el darle forma al proyecto. En 2010 visitó a la nonagenaria señora Midgley al norte de Newscastle, en Gran Bretaña, y durante los años siguientes se dedicó a escribir el libro. Fue un proceso ciertamente lento, tal vez debido a que era la primera vez que alguien escribía sobre el tema y tampoco parecía que nadie fuera a hacerlo jamás. En 2016 conoció en un congreso en Durham a Clare Mac Cumhaill y Rachael Wiseman, directoras de un proyecto llamado In Parenthesis cuyo objetivo es conservar y promover el legado de las cuatro amigas de Oxford. Y Lipscomb descubrió entonces que Cumhaill y Wiseman también habían entrevistado a Marly Midgley y también estaban preparando un libro sobre ellas. En ese momento tal vez diera inicio una carrera contrarreloj por terminar cuanto antes ambos trabajos, pero no es esa la impresión: el libro de Lipscomb aún tardó cinco años en concluirse y el de Cumhaill & Wiseman seis. Pero al fin, en 2021 y 2022 respectivamente, vieron la luz The women are up to something y Metaphysical animals.
Hay que decir que el título original del libro de Lipscomb es algo absurdo (“Las mujeres traman algo”; quién sabe si hace alusión a las cuatro amigas de Oxford o a las autoras del libro de la competencia). En cualquier caso, la versión en castellano ha escogido una estupenda alternativa, más ajustada al contenido: El cuarteto de Oxford. En el libro, como en Animales metafísicos, se cuenta la historia de Elizabeth Anscombe, Iris Murdoch, Philippa Foot y Mary Midgley; cuatro mujeres que nacieron en 1919 (salvo Philipa Foot, que lo hizo al año siguiente), se conocieron en Oxford, estudiaron filosofía de la mano de algunos de los grandes filósofos del siglo XX, desarrollaron un pensamiento propio y pese (o gracias) a ello prolongaron su amistad durante años. Su importancia radica en haberse preocupado, de diferentes modos y con éxito dispar, por cuestiones de naturaleza filosófica que atañen al ser humano en su quehacer y en su manera de entender la vida. Cuestiones éticas. Entremos un poco en contexto:
Murdoch, Foot, Anscombe y Midgley llegaron a Oxford en los años inmediatamente anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial. En los ámbitos filosóficos de las décadas del 20 y 30 del siglo pasado estaba en boga cierta concepción que explicaba que los hechos, como tales, transcurren al margen de las valoraciones éticas de bueno y malo. En otras palabras: se tendía a rechazar todo lo que no tuviera una explicación o base empírica y a ceñirse a la realidad factual. Esta manera de pensar, llamada positivismo lógico, tuvo su origen en los pensadores centroeuropeos, y algunos de los más importantes se reunían y salvaban el mundo en el conocido Círculo de Viena (sobre este tema se puede leer, entre otros, el excelente libro El sueño del Círculo de Viena de Karl Sigmund). El positivismo lógico se extendió por toda Europa y llegó a Oxford de la mano del joven de 26 años Alfred Ayer y su breve pero rompedora obra Lenguaje, verdad y lógica. La primera frase del libro es toda una declaración de principios: “Las disputas tradicionales de los filósofos son, en su mayoría, tan injustificadas como infructuosas”. El lenguaje sólo tiene significado, decía Ayer, cuando se refiere a hechos comprobables y constatables, pero cuando son juicios morales carece de sentido y significado Este enfoque conduce a los filósofos a abandonar las cuestiones metafísicas y a ver al individuo humano como una máquina calculadora y eficiente.
Lenguaje, verdad y lógica era una bomba de nueve chelines. “¿Y qué viene después”, preguntó un amigo. “No hay después —contestó Freddie—. La filosofía ha llegado a su fin. Punto”.
Mientras los filósofos se rasgaban las vestiduras y se apuntaban a las listas de desempleo, el mundo real, el de los hechos, la “realidad factual”, se ponía patas arriba en los años 30 y 40. El auge del nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el horror de las imágenes de los campos de concentración, que se comenzaron a difundir a partir de 1945, hizo que muchos se replantearan las cosas. ¿Realmente el individuo se reduce a lo que él es físicamente y lo que hace, a materia y acto? ¿No hay nada más, no existe algo llamado “valores”, “virtud”, “el bien”, “el mal”? La filosofía no podía quedarse al margen, debía buscar respuestas a aquel horror que a duras penas podía ser asimilado por el ser humano. Y ahí fue donde el cuarteto formado por Iris Murdoch, Elizabeth Anscombe, Mary Midgley y Philippa Foot tuvieron algo que decir.
Los libros reseñados, estupendos ambos, cuentan una doble historia. Por un lado, “las vidas entrecruzadas de estos cuatro personajes: una novelista bohemia embarcada en una búsqueda espiritual, una ferviente católica conversa madre de siete hijos, una atea criada entre privilegios y una ama de casa con hijos que terminó escribiendo el primero de sus dieciséis libros pasados ya los cincuenta”. Por otro lado, la historia filosófica de dos perspectivas éticas radicalmente opuestas y enfrentadas. Y ambas historias en realidad vienen a ser la misma, pues las ideas filosóficas que desarrolló ese grupo de mujeres no eran etéreas (“injustificadas e infructuosas”, podría decirse, parafraseando a Ayer), sino que estaban en el mundo y configuraban su manera de ser y de actuar. Ambos libros recuerdan lo sucedido en 1956 cuando Oxford decidió nombrar doctor honoris causa al presidente de los Estados Unidos de América Harry Truman, a lo cual se opuso con fervor Elizabeth Anscombe. Truman fue el hombre que ordenó en última instancia el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y Anscombe no negaba que esa decisión hubiera salvado miles de vidas y, a la postre, puesto fin a la Segunda Guerra Mundial. Pero, hablando de hechos, el hecho era que Truman era un asesino puesto que había ordenado el asesinato de cientos de miles de personas inocentes. Algo pasaba con la moral cuando un asesino era honrado con títulos (aquí puede leerse la argumentación de Anscombe).
Tanto Lipscomb como Cumhaill & Wiseman logran recrear el ambiente de Oxford de los años 30 y 40, un lugar eminentemente de hombres, como todas las universidades en aquel entonces. La segregación sexual (existían facultades específicas para mujeres) estaba al orden del día, pero la situación mundial y los alistamientos para la guerra en el continente, hizo que las aulas quedaran desiertas de hombres, tanto profesores como alumnos, y las chicas se hicieron con el poder. Se adueñaron de las aulas, los cafés, las charlas, los patios… Lo cual no fue del gusto de todos:
“En mi opinión, las mujeres han arruinado Oxford por completo, y abrir más universidades para mujeres sería la ruina. Tengo un hijo allí y está obligado a asistir a las clases que imparten tres profesoras. En mi opinión, una situación ridícula, humillante. Ojalá hubiéramos enviado a nuestros hijos varones a Cambridge, donde el ambiente sigue siendo viril”.
Condesa de Barhust (Recogido en “Women”, de Janet Howarth, en The History of the University of Oxford, vol. VIII).
La guerra provocó una mayoría femenina en Oxford, y sin duda eso favoreció el progreso de las cuatro amigas filósofas. Se reunían y conversaban en los cafés, los dormitorios, las salas de estar, las aulas… Iris Murdoch era extrovertida y vivaracha, sexualmente muy activa (así se dice), mantuvo contactos con la intelectualidad del continente: el existencialismo de Jean-Paul Sartre, los escritos de Simone Weil, el ateísmo de Elias Canetti… Y sin embargo, se consideraba a sí misma una filósofa de segundo plano. Publicó su primera novela, Bajo la red, en 1954, y ahí comenzó una fecunda vida como autora de magníficas novelas, densas, profundamente filosóficas y al mismo tiempo cotidianas y espontáneas. Elizabeth Anscombe recibió clases de un “bicho raro”, un filósofo genial, temperamental e impredecible: Ludwig Wittgenstein. Ejerció una “influencia avasalladora” sobre ella, y en realidad sobre las cuatro amigas, personal y filosófica, y sobre Oxford en su conjunto. De Anscombe dijo: “es, sin duda alguna, la estudiante femenina más talentosa que he tenido desde 1930, cuando empecé a dar clases”. Philippa Foot mantuvo enfrentamientos con Ayer entre otros, y se esforzó por hacer encajar la ética aristotélica en el mundo actual. Fue la primera en formular el conocido dilema del tranvía: ¿se ha de hacer cambiar de vía un tranvía fuera de control que va a arrollar a cinco personas, sabiendo que con ello el tranvía se desviará hacia una vía en la que matará a otra persona? Mary Midgley las sobrevivió a todas ellas, se mantuvo casi toda su vida ligada a la filosofía y la docencia, y comenzó a poner por escrito sus ideas, como se dijo antes, a partir de los 50 años. Tanto ella como sus compañeras estudiaron, pensaron y trabajaron con las ideas de Hume, Kant, Descartes, Tomás de Aquino, Platón, Aristóteles… Todos estos pensadores se pasean por las páginas de uno y otro libro, en el recorrido vital y filosófico de las protagonistas.
El cuarteto de Oxford y Animales metafísicos suponen sin duda, cada uno a su manera, dos estupendos acercamientos a la vida y pensamiento de estas cuatro mujeres, y a toda una época que marcó la historia del siglo XX tanto a nivel intelectual como social y cultural. Solo por eso ya vale la pena echarles un ojo a cada uno.
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Benjamin J. B. Lipscomb, El cuarteto de Oxford. Cómo Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Mary Midgley e Iris Murdoch revolucionaron la ética (traducción de Inga Pellisa). Barcelona, Shackleton Books, 2023, 398 páginas.
Clare Mac Cumhaill & Rachael Wiseman, Animales metafísicos. Cuatro mujeres que hicieron renacer la filosofía (traducción de Daniel Najmías). Barcelona, Anagrama, 2024, 470 páginas.
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Dennis Lehane. Cualquier otro día, traducción de Isabel Ferrer. Barcelona, RBA Libros, 2010, 736 páginas.
]]>¿Es importante destacar la belleza de una mujer a la que, en realidad, el protagonista nunca vio? Lo es; primero, porque el ciego no permite que el lector lo olvide en ningún momento. Segundo, porque si no se tiene en cuenta el componente de la belleza en la historia, será difícil captar la auténtica esencia de la obra de Tanizaki (y esto mismo podría extrapolarse a la mayoría de sus novelas, por cierto). ¿Quiénes somos nosotros para dejar de lado un rasgo tan definitorio y centrarnos, por el contrario, en el humo de los hechos históricos, de las batallas, los nombres y las glorias? No cometamos ese error: para Tanizaki, el arte solo es arte cuando aspira a la belleza, y la realidad desnuda carece de importancia si no se somete a su servicio. Y, sin embargo, ¿qué es la belleza? ¿Una perla que resplandece, como las aguas centelleantes del lago Omi? No, me temo que no; que para un japonés, lo bello es mucho más sutil, más discreto, más opaco y mucho más inaprehensible.
Lo bello no puede entenderse si no hay una pátina que lo disimule; lo bello está detrás, o debajo, o más allá de las sombras. ¿Quién mejor para entenderlo con plenitud de matices, entonces, que un personaje ciego? Ciego y masajista, y, además, (había olvidado decirlo) músico. Como carece de vista, no se deja engañar por los brillos, por la falsedad de lo tangible, y sus manos y su oído le ayudan a pulsar la verdadera belleza: la sensualidad profunda, no la aparente; el juego de despiadado erotismo que subyace a lo largo de toda la historia, con tantos personajes unidos y, a la vez, enfrentados por la hermosa Okichi. En definitiva, capta la belleza que se oculta en la oscuridad.
Puede leerse La historia de un ciego como un relato histórico en el que se aglutinan muchos de los grandes nombres, y de los grandes hombres también, de la quizá fuese la época más sangrienta del Japón. Puede hacerse, repito, pero en tal caso se corre el riesgo de quedar ligeramente defraudado; con la sensación de que algo nos ha sido escamoteado; una sensación interruptus que le llevaría a uno a pensar, ¿y a qué tanto con esta novela, con este autor? No se cometa esa imprudencia, por favor. Tanizaki es un autor japonés que supo valorar las virtudes de la civilización occidental (especialmente en sus comienzos) pero que nunca perdió el anclaje con la suya propia, y no es la cultura japonesa un barquito a la deriva en los procelosos mares de la Historia. Tienen mucha raíz donde asirse; mucha, muy variada y, más aún, muy potente.
No es posible leer a Tanizaki sin dejarse envolver antes por la penumbra de la cultura nipona, por los juegos de sombras, por el velo que separa lo real de lo auténtico (no, no es lo mismo); por la belleza que se intuye cuanto más se oculta. No es posible leer a Tanizaki desde una perspectiva puramente occidental, porque se corre el riesgo de perder más de la mitad de la historia. Él nos abre la puerta, deja que se cuele un hilillo de luz; sigámoslo, pero cerremos después de entrar para apreciar su regalo en toda su expresión.
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Tanizaki Junichirō, La historia de un ciego. Gijón, Satori Ediciones, 2023, 176 páginas.
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